
Cuando estaba en enseñanza media (y también cuando después entré a la U), con mi mejor amiga nos juntábamos a estudiar. Cuando nos daban ganas de comer algo rico, caminábamos cerquita de la casa a un negocio que se llama “Rosy” y que está en toda una esquina.
El negocito tenía de todo un poco, y la valiosa mercancía que nos importaba: chocolatitos. De esos bien malos (malos en calidad, porque en sabor eran riiiicos). La señora Rosy los colgaba en bolsitas de a 5 en la parte de arriba de su mesón… Como guirnaldas de chocolatitos.
La señora Rosy siempre estaba feliz. Siempre bien arreglada y con ese peinado espumoso, como una nube en su cabeza; perfecta y liviana. Con un amigo siempre decíamos que la señora Rosy guardaba misterios y secretos en su cabellera. Su marido tenía una cara muy seria, que contrastaba con la sonrisa de su esposa. Y siempre estaba atrás como haciendo cosas, no sé qué, pero hacía cosas.
Pasaron años hasta que la volví a ver. Entré y todo estaba igual. Las bebidas, el pan, los dulces y los chocolatitos en guirnalda. Le hablé pensando que jamás me iba a reconocer. Su marido seguía ahí atrás. Serio. No tenían lo que le pedí, pero la señora Rosy se sonreía muy animada al hablarme.
“¡Estás igual!”- me dijo.
No podía creerlo, la señora Rosy se acordaba de mi. ¿¡Cuánto chocolate habré comprado en mi juventud!? -Pensé.
Le sonreí, le dije que ella también estaba igual -porque lo está- su sonrisa, su collar, y su pelo esponjoso lleno de secretos.
Nos reímos un poco y me fui.
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